Ilustración por Karina Caro G.
«En medio del odio, descubrí que había dentro de mí, un amor invencible. En medio de lágrimas, descubrí que había dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos, descubrí que había dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo más fuerte, algo mejor empujando de vuelta.»
– Albert Camus, El verano, 1953.
“Hola Feña, ¿cómo estás? ¿cómo va todo, ¿cómo te ha ido en la Universidad? ¡Cuéntamelo todo! ¿Cómo va la vida en Francia? supongo que lo estás pasando súper bien, qué rico poder comer esos quesos deliciosos todo el tiempo y weona*, el vino, ¿qué onda lo rico? Te mando un besito, nosotras aquí estamos con las chiquillas, haciendo un salud por ti. Escríbeme cuando puedas. ¡Te quiero!”.
Ese fue el mensaje que me mandó una amiga, a las 5 am de la mañana, hora de Francia, algo normal, ya que con Chile tenemos 6 horas de diferencia y bueno, qué más da, yo ya me acostumbré a recibir mensajes a cualquier hora, por eso siempre pongo en silencio el teléfono en las noches. Bueno, eso lo aprendí aquí, después de varias despertadas a las 4 y 5 am con video llamadas de amigas que me extrañaban mucho y más aún con dos roncitos en el cuerpo.
Miré el mensaje, pero no lo contesté, porque esa mañana, era una mañana distinta, muy soleada, un poco inusual para un día de febrero aquí en Limoges y tenía que ir a la universidad a mis clases de francés. Francis, en ese entonces aún mi novio, ya me había dado el beso de despedida y corría a la universidad a dar clases. Yo tranquilamente me preparaba un café au lait o café con leche y pensaba en la soirée o fiesta a la que fuimos el sábado pasado.
«Y hoy, al recordar esa mañana de febrero del año 2016 y mirar todo el camino que he recorrido, todo lo que he aprendido en esta aventura extrema que ha sido la Francia, no puedo dejar de pensar que estoy súper orgullosa de mí y de todo lo que he logrado.«
“¡Qué mal lo pasé!” – me dije. Creo que nunca me había sentido tan excluida en una fiesta, no porque las personas fueran pesadas o mal educadas, simplemente porque me sentía como la “novia muda de…”, quería hablar, participar, pero no podía seguir el ritmo de las conversaciones. Entendía un poco, pero encontraba que hablaban tan rápido que me era imposible. Me sentí tan impotente, como una niña pequeña que no puede comunicarse, totalmente incomprendida.
Le golpeé discretamente el codo a Francis y le hice seña de que estaba un poco cansada. Y nos fuimos. Cuando íbamos en el auto, camino a nuestro “cuchitril” – bauticé a nuestro primer hogar como “cuchi” porque era el departamento de soltero de Francis y además de estar todo revuelto siempre, teníamos como compañeros de piso a una linda familia de ratoncitos – comencé a recordar parte de mi travesía para llegar aquí.
Los cursos básicos de francés que tomé en Chile unos meses antes de partir, los que con suerte me ayudaron a decir “hola”, “gracias” y “me da un café, por favor”, pero según yo, eran más que suficientes para llegar con una buena base. Recuerdo cuando estaba en Santiago y salía del curso, me sentía invencible, feliz con todo lo que estaba aprendiendo. Llegué a sentirme tan segura que hasta me atreví a postear en mis redes sociales una frasecita en francés, que hoy la podría volver a leer y estallar de la risa por lo mal escrita que estaba, pero yo me sentía la nueva Simone de Beauvoir chilena, ilusionada al máximo.
Recordé mi último cambio de casa en Chile antes de migrar, ese que uno hace con harta emoción, porque es el último en tu país y porque empiezas a guardar tu vida en pequeñas cajas, cajas de colores, con diversos sentimientos. Y por supuesto, te emocionas, porque por sobre todo no sabes cuando volverás a abrir esas cajas de nuevo, si es que las vuelves a abrir, porque partes al otro lado del mundo a una nueva aventura, pero esta vez una aventura con subtítulos en francés.
Rememoré también la despedida que me hicieron mis amigos de toda la vida, con baile, luces y música en vivo –sí, se pasaron mis amigos, me llevaron banda y todo-. Y finalmente recordé mi último día en Chile, en casa de mamá, mi hermana me vio llorando y me dijo:
– ¿Qué te pasa Nandita?
Y yo sollozando le digo:
– Es que no sé qué llevar a Francia, no me alcanzan las dos maletas, mañana me voy , y aún no las termino y siento que no puedo llevar todo lo que quiero, porque no me va a alcanzar.
– No te preocupes hermana yo te ayudo.
Y comenzó concienzudamente a hacer mi maleta, preguntándome si quería llevar esta u otra polera, doblándolas dulcemente, hasta que llegó a algunos adornos que tenía en mi última casa. Yo le dije que quería llevar algunos y que por sobre todo iba a llevar la manta que me tejió mi bisabuela y que no se me podía olvidar llevar el libro de mandalas y el lienzo gigante de Ganesh colgado como respaldo de cama. Ah y que ciertamente, todas mis fotos iban también. Y así pasamos el día, seleccionando, lo que, según yo, eran artículos esenciales para sobrevivir en Francia.
Pero nunca se me pasó por la cabeza que me iba a costar tanto aprender la lengua y jamás pensé que podía ser un impedimento para hacer mi máster o lo que quisiera hacer aquí, yo muy segura y confiada que todo saldría bien. Pero ya aquí sufrí las consecuencias de no manejar bien la lengua. Conocí la frustración, estar sentada en una clase de máster en curso de lingüística y sentir que el profesor estaba hablando en chino-mandarín. La inseguridad, fría y dura, al comenzar a dudar de ti misma cada vez que vas a hablar o escribir, la dependencia que desarrollas con tu pareja para hacer cosas básicas.
Pero al mismo tiempo, también conocí nuevas amigas y amigos, personas hermosas que pasan a ser parte de tu familia. Amigos de verdad, de esos con los que lloras juntos y luego pueden pasar dos horas enteras riéndose de todas las desgracias que han vivido.
Y hoy, al recordar esa mañana de febrero del año 2016 y mirar todo el camino que he recorrido, todo lo que he aprendido en esta aventura extrema que ha sido la Francia, no puedo dejar de pensar que estoy súper orgullosa de mí y de todo lo que he logrado, ahora siempre acompañada por mi hermosa bebé, llamada Estelle.
Y me es, un poco inevitable también, pensar en esa maleta que hice en enero del 2016 con la ayuda de mi hermana, porque les juro, que hasta el día de hoy miro la manta o mis adornos y sonrío. Porque realmente lo que yo necesitaba al hacer esa maleta, eran cosas que me contuvieran emocionalmente en esta aventura, y así ha sido, y les aseguro, que no hecho para nada de menos todos esos calcetines que dejé en Chile. Mi marido se ríe hasta el día de hoy al recordar que cuando llegué no traía ningún par conmigo y que desde ese día comencé a usar los de él, un poco historia verídica hasta el día de hoy. ¡Ups!
*weona – en este contexto significa «amiga». Esta palabra es un modismo chileno y se utiliza en un lenguaje familiar informal.