Ilustración por Alejandra Aranda Castro.
Tras casi 9 años, he vuelto a vivir a Santiago de Chile, mi ciudad natal. Yo de buena fe no hubiese vuelto. El universo hizo que esta fuera la mejor opción que hubo para mi familia en su momento. ¿Por qué no quería volver? Porque Santiago era para mí un tema difícil y doloroso, al menos el recuerdo de mi vida pasada. Era un baúl de esqueletos en mi ático, y me daba terror tener que abrirlo.
Paradójicamente, hoy me encuentro exactamente haciendo eso. Hoy tengo la valentía de sentarme con ese y otros miedos asociados, y preguntarles qué me quieren decir y enseñar. Ya no les tengo miedo, puesto que yo evolucioné y crecí tras vivir mi etapa de migrante.
Mi etapa de nómade comenzó en el año 2012 en Columbus, Ohio, Estados Unidos, donde nos trasladamos con mi esposo por 4 años, mientras él cursaba sus estudios de doctorado, y donde nació mi primera hija. Más tarde nos mudamos a Antofagasta, en el extremo norte y árido de Chile, que se sentía como otro país, y donde nació mi segundo hijo. Tras 3 años en ese lugar empacamos nuestras maletas para irnos a L’Aquila, Italia, donde vivimos casi un año, para volver a foja cero a Santiago de Chile.
Durante todos estos años, yo cambié y Santiago de Chile también había cambiado. Cada vez que venía de visita, algo cambiaba. Sin embargo, los recuerdos dolorosos que tengo asociados a lugares físicos están aún nítidos en mi mente.
El año pasado, una amiga expatriada que también vivió una experiencia similar con su ciudad natal, me aconsejó volver a caminar por esos lugares y resignificarlos. En ese momento le confesé que no me sentía preparada mentalmente para hacerlo. Pero aquí estoy recorriendo esos sitios de mi pasado, e internalizando que esos lugares físicos no me hicieron daño. Fui yo la que viví una experiencia triste o traumática en ellos y nada más. Mi tarea hoy es trabajar y sanar la herida de mi ciudad natal y del capítulo de mi vida antes de migrar. Quizás esa era la razón por la que tenía que volver.
Permítanme explicarles de dónde viene ese dolor personal: Provengo de una familia conservadora y patriarcal, de la que recibí un saco de comportamientos tóxicos heredados; y de una madre quien no pudo sanar el trauma de un evento tremendo de su infancia. Crecer en ese entorno, me cortó las alas de mi vida muy temprano. Me hizo vivir desde el miedo, como víctima en un mundo donde todo era una amenaza.
Mendigaba por migajas de amor y atención porque ignoraba por completo lo que era el amor propio y las emociones. Me era muy difícil enfrentar problemas y tomar decisiones que fueran beneficiosas para mí dado que carecía de las herramientas necesarias. Mi vida era un valle de oscuridad, lágrimas, pequeñez y ansiedad.
¿Puede la mujer expatriada en mí volver a calzar en mis antiguos zapatos? No, me niego a calzar. Mi actual versión evolutiva simplemente no cabe en mi vida anterior. No necesito calzar. Soy más que los lugares donde he vivido y está bien no calzar. Yo crecí, cambié, evolucioné. Quiero hacer una nueva vida en mi antigua ciudad bajo mis propias reglas y paradigmas.
Hoy, tras todos los años de viajes y experiencias que he vivido, siento que ahora tengo la claridad mental y la entereza psicológica para poder hacer esa resignificación. Soy hoy una persona completamente distinta de la Francisca que dejó Chile en el 2012. ¿Qué es lo que me hizo cambiar? El amor y la bondad incondicional que recibí de personas que apenas me conocían cuando fui migrante.
Esto para mí fue un quiebre mental y psicológico enorme, el recibir amor y atención sin haber hecho nada para merecerlo. “¿Por qué una persona desconocida querría hacer algo bueno por mí sin pedir nada a cambio?” – Me pregunté yo en ese momento. Y la respuesta era simplemente porque sí, porque ella podía hacerlo.
Gestos de cariño y solidaridad como el panettone (pan dulce italiano) de bienvenida que me regaló mi amiga Oesniya cuando llegué a L’Aquila, Italia, o la invitación a pasar Día de Acción de Gracias con Linda y Charlie a meses de llegar a Columbus, Ohio, en Estados Unidos, derritieron toda mi coraza de protección personal y encendieron la primera chispa de mi amor propio.
Poco a poco fui sanando mis traumas personales, como mi autoestima, mi relación con mi cuerpo y la comida, y mi relación con otras personas. Comencé a confiar en otras personas, a esperar que hicieran lo correcto, y yo al mismo tiempo, comencé a actuar así. Hacer el bien sin mirar a quién y pagar los favores de ese momento en adelante, se volvieron pilares para mí y mi familia. Especialmente cuando se trata de otras personas migrantes, tal como nosotros lo fuimos.
Miro hacia atrás y sólo tengo pensamientos de gratitud por todas esas personas que me tendieron una mano y me ayudaron a convertirme en lo que hoy soy. Gracias a ellas he descubierto que soy una mujer valiente, compasiva, maternal, auténtica, compleja, flexible y empática. Me encanta quien soy yo hoy y en lo que me he convertido. No lo cambiaría por nada del mundo.
¿Puedo entonces volver a vivir a mi ciudad natal luego de haber migrado? Por supuesto que sí. Pero ¿puede la mujer expatriada en mí volver a calzar en mis antiguos zapatos? No, me niego a calzar. Mi actual versión evolutiva simplemente no cabe en mi vida anterior. No necesito calzar. Soy más que los lugares donde he vivido y está bien no calzar. Yo crecí, cambié, evolucioné. Quiero hacer una nueva vida en mi antigua ciudad bajo mis propias reglas y paradigmas.
¿Necesito que Santiago me acepte e integre como ciudadana? No. Pertenecer a una comunidad es fantástico, pero no es imprescindible. Sólo necesito conectar con un puñado de personas que se transformen en mi nueva red de apoyo. E incluso, si no logro eso, me tengo a mí misma, y al amor y el apoyo incondicional de mi propia familia. Y eso es todo lo que necesito para ser feliz y plena donde sea que la vida me lleve.